LA PLENITUD


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Publicado por
@NAMYHOJA

21/02/2009#N25427

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La cosa no está fácil. Los felices a tiempo completo seguramente no son de este mundo, en cuyo caso se salvan de nuestra censura. Los plenos, en cambio, deben preguntarse diariamente si lo suyo fue suerte o purísima casualidad

Más como una coartada traviesa que como un principio rector de mi existencia, hace años atrás se me ocurrió afirmar, de manera contundente y con el ánimo de ganar una batalla verbal encarnizada, que ser feliz no era, de ninguna manera, una obligación. Desde entonces, cuando me descuido de mí y habla mi impulso, todavía afirmo lo mismo. Después de hacerlo, me quedo muy triste, con el ánimo bajo, y repito los versos de Eduardo Mitre que me sirvieron, alguna vez, como epígrafe, para una novela: "Cava escarba escarabajo que no hay otra ascensión que hacia la tierra".

Ser triste, en muchos casos, es una linda manera de ser feliz, quién lo creyera. Ser nostálgico y melancólico, también. Lo que sucede, ojalá esté en el camino cierto, es que la felicidad se parece, cada día que pasa más, a la plenitud. Cuando uno habla de plenitud, abre los ojos bien grandes, pues es un vocablo que dormía el sueño de los justos, hasta el mismísimo ayer, en el cementerio del diccionario. Antes de que lo desempolváramos para su circulación, se hablaba, tan sólo, de la felicidad. Y la felicidad únicamente aceptaba, en la mentalidad tradicional, lágrimas de alegría, no las surgidas del dolor.

La plenitud lo contiene todo: dolor, tristeza, felicidad, nostalgia… Su gran ventaja, frente a la obligación de ser feliz, es que permite ser valiente. Equipados de este concepto, quizás es posible afirmar que, pese a todo lo que nos sucede, la vida es bella. La plenitud nos condiciona, y esto es más que favorable, a disfrutar del largo camino, repleto, como está, de sabores y sinsabores. Nos predispone bien para escaparnos de la mediocridad, que es una suerte de alimaña que porfía en convivir con todos nosotros, porque es imposible apostar nuestras vidas a la plenitud si vivimos como escarabajos.

Plenitud y mediocridad son realidades humanas enfrentadas a muerte. La felicidad permanente, la risa fácil, la noción epidérmica de la existencia, todo eso que significa lo mismo, en cambio, se lleva de maravillas con la mediocridad. Tal vez, cuando afirmo que ser feliz no es una obligación, lo hago pensando en los profesionales de la felicidad.

 

¿Sería la vida tan extraordinaria si fuéramos siempre felices? Quizás no. ¿Qué conciencia tendríamos de todo si fatalmente seríamos felices? El paraíso que nos ofrecen debe ser así: pura felicidad. El edén perdido, en esa lógica, ha debido serlo también. En medio de ambos, sin embargo, está la vida que conocemos y que se reinventa muy a menudo. Esta vida nos exige que seamos plenos en todas las circunstancias, si queremos que, al final, en un balance último, podamos afirmar que sí, efectivamente, fuimos felices. Eso querría decir, en palabras afectivas, que conocimos de toda la variedad de sentimientos posibles y que, pese a ello, valió la pena.

 

Definitivamente, ser feliz no es una obligación. La gente, golpeada en el mentón por la frase, reacciona y me dice que, no obstante, se trata de ser feliz pese a todo. Cuando escucho ese razonamiento, mi balanza virtual se pone a trabajar: si vivimos ochenta años, ¿cuántos de ellos fuimos felices sumando todo? El balance nos sería, casi siempre, desfavorable. En cambio la plenitud nos ofrece un resultado siempre favorable. La gran pena es que, para ser pleno, se necesita de accesos a la cultura, a la ciencia y tecnología, a la información, y todo eso está muy lejos de las demandas cotidianas de la gente en general.  

La cosa no está fácil. Los felices a tiempo completo seguramente no son de este mundo, en cuyo caso se salvan de nuestra censura. Los plenos, en cambio, deben preguntarse diariamente si lo suyo fue suerte o purísima casualidad. Los que no son ni lo uno ni lo otro, son burbujas de colores que flotan en nuestro paisaje, y que, a decir de los antropólogos, expresan cómo la sociedad boliviana vive su siglo veintiuno.

 

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