El Telegrafista y el Zapatero


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@FITO

24/02/2013#N42840

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El Telegrafista y el Zapatero

 

 

         Cuando se iba acercando a su casa, sintió un pequeño escalofrío, que antes no había experimentado. Como si el frente de esa casa de casi cien años; una de las más antiguas de su pueblo; por primera vez le quisiera decir algo. Se detuvo en la acera de enfrente. Luego sonrió. La casa no le iba a hablar, pero pensó que si entraba en ella, quizás podría comprender esa nueva sensación. Pensó que quizás fuera la luz del farol cercano y las sombras que proyectaba, pero si la inquietud era por eso no llegó a percibirlo. Cruzó la calle vacía pisando un empedrado irregular, tan antiguo como su casa y que ocasionalmente lo llevaba a la Iglesia del pueblo.

Sacó la llave para abrir la puerta de madera de color marrón descascarado y la giró hasta poder tomar el picaporte y entrar. Se dio vuelta para cerrarla y volvió a colocar la llave.

- ¡Estoy dentro! -  pensó.

Comenzó a subir la escalera que lo llevaba hasta el primer piso. Se acercó hasta la mesa y apoyó el diploma que unas horas antes había recibido.

-       ¡Soy telegrafista!  - exclamó.

Se acercó al cristalero para tomar una copita de cristal verde y una botella de licor de huevo, que una tía le había preparado tiempo atrás, único ocasional visitante de su casa, pero miró el Ron de doce años, que hacía veinte que estaba en su casa y tomó la botella, fue hasta la cocina para traer un vaso. Se sirvió hasta ver la copa casi llena. La levantó y dijo:

-       Desde hoy 10 de Junio de 1950, yo, José Antonio Méndez, soy telegrafista. ¡A brindar!

No sintió la inquietud que vivió antes de ingresar, pero la casa estaba distinta, como preparada a que algo iba a ocurrir. No quiso desenrollar el diploma. Le agradaba verlo así. Con la cinta roja brillante y con su apellido escrito en lápiz en un extremo. Terminó su vaso de a grandes sorbos, sintiendo en su garganta el licor, prefirió acostarse, no sin antes acomodar su ropa. No pudo conciliar el sueño rápidamente, el ron no lo ayudó. La ceremonia que había vivido lo había tensado. Necesitaba relajarse. Recordó su impaciencia mientras aguardaba que mencionaran su nombre.

- ¡Méndez!

Y se levantó de su silla para acudir a recibir el diploma, mientras algunos aplausos se escucharon.

Miró por la ventana que daba al jardín. El cielo estrellado, la luz de una luna casi llena, que emergía detrás de la casa de altos de la otra manzana. Se sintió sólo, pero feliz, después de todo algo se había propuesto y lo había logrado.  

- Algún día seré como Gonzalo Miranda, el mejor telegrafista de El Salvador. ¡Casi siete mensajes por minuto! Pero de a poco, Méndez. Mañana serás aprendiz, meritorio, luego… ¡Luego si!

 

 

Gervasio Molina, también estaba feliz. Había logrado colocar en el baño de su casa un espejo más grande que el anterior, con dos luces a los costados. Lo había comprado con el ahorro del mes anterior, una parte de su sueldo actual y otro tercio que el dueño de la zapatería donde trabajaba como vendedor, le había facilitado. Sabía que debía agradecerle  por el adelanto que le brindó.

-              A veces protesta mucho, pero esta vez se portó bien.

Llegó la hora de salida y puso rumbo al almacén de ramos generales dónde dos meses atrás había visto un catalogo y decidió encargarlo. Lo estaban esperando. Lo retiró de la tienda y con mucho cuidado caminó las quince  cuadras que lo separaban de su casa, en esa distancia, casi había recorrido la mitad del pueblo. Sólo pudo saludar con la cabeza, a veces agregando una sonrisa a algunos vecinos. Ni pensar que el espejo pudiera caerse. Hasta que llegó y el mismo comenzó a instalarlo mientras su esposa le alcanzaba un vaso de refresco de ensalada.

         Al terminar los dos estaban parados en el dormitorio, con la mirada hacia el baño y  el espejo. Hasta que por fin, Gervasio, extendió su mano y giró la perilla de porcelana que no había cambiado y las dos luces se prendieron, juntas, majestuosas. Se miraron y se abrazaron. Ese día cenaron un poco más tarde, por la tarea del espejo, ella preparó frijoles refritos con las mejores hierbas aromáticas que pudo conseguir, preparó quesadilla como postre porque sabia lo mucho que le gustaba a su marido.  Juntos asearon la cocina para luego ir a descansar al dormitorio. Al día siguiente tenían que madrugar.

Se acostó al lado de su esposa; que no le había reprochado la compra; a pesar de otras urgencias y le tomó la mano. Quizás por el silencio de ella le comentaba constantemente que el espejo era hermoso, que al ser más grande le parecía que se veía mejor y que las luces…

-       Las luces le dan un toque de distinción. Comentó Gervasio.

-       Oye. Por que no duermes. Que te levantas a las cinco.

-       Si mujer, pero es que…

-       ¡Bueno! Al menos déjame dormir. Pidió Juana con los ojos casi cerrados.

Gervasio calló. Giró su cuerpo en la cama para quedar de costado y poder ver mejor el baño. En poco tiempo sintió que su esposa dormitaba, se dio cuenta por los suaves ronquiditos que ella hacía. Corrió las sabanas y despacio sin hacer ruido se calzó sus viejas pantuflas otrora azules y fue hasta el baño, primero cerró la puerta y luego prendió las luces. Se miró al espejo. Se sintió un actor a punto de maquillarse para luego ir al escenario y conquistar a todos los espectadores.

 

José Antonio notó en la oscuridad de la noche que una luz se había prendido, sólo vio un reflejo.

-       ¡Un madrugador!

Pero miró el reloj de su mesita de luz, el que hacía tanto ruido en las noches de insomnio. No podía ser un madrugador, demasiado temprano para este pueblo. La curiosidad lo embargó. Sucedían tan pocos hechos nuevos en el pueblo y menos aún en su casa, que decidió ir hasta la ventana para ver mejor. No dudó. Era la luz de un baño. En la otra manzana.

-       Me parece que más que un madrugador es un trasnochador con problemas. Calavera no chilla.

 

Gervasio notó una luz afuera. Miró por la ventana y le pareció ver que alguien lo miraba. De pronto esa luz se apagó.

-       Un trasnochador. Pensó.

Estiró su mano hacia la perilla de porcelana, pero la luz parpadeó. Repetidas veces. No ambas, solo una de ellas, la de la derecha y siguió parpadeando.

 

En la otra manzana, desde la ventana el Telegrafista vio la luz parpadear.

-       ¿Está jugando? Se preguntó.

 

Gervasio miró la luz con disgusto. Finalmente giró la perilla y apagó la luz.

- Debía haber cambiado esta perilla, quizás sea ella la que esté fallando, pero los cables estaban bien. Razonaba prometiéndose que mañana la iba a revisar.

 

 

José Antonio vio como la luz desaparecía y volvió a sentir de nuevo el peso de su soledad.

 

Gervasio no estaba conforme. Fue un fallo casual. Giró nuevamente la perilla. Ambas luces se prendieron. Casi a los diez segundos comenzó la misma lámpara a parpadear de nuevo.  

 

El Telegrafista, el mejor promedio de su clase,  vio las luces encendidas y de pronto el parpadeo. Lo miró fijo. Trató de memorizar.

-       ¡Es Morse! ¡Alguien está enviando  una señal en Clave Morse!

Logró descifrarla. Cuando la luz finalmente se apagó, sintió un nudo en su garganta. Corrió hasta la cocina y trajo una linterna. No lo dudo. La encendió y apagó varias veces.

 

El Zapatero no llegó a ver todas las señales que le enviaron. Pensó que a alguien le molestó las luces, sus luces en la noche con luna. Volvió despacio hacía su cama y se acostó.

¿Por qué reaccionó así? Se preguntó.

 

José Antonio permaneció unos minutos al lado de la ventana de su dormitorio. Decidió ir a acostarse. No había duda. La señal fue clara.

-       No estás solo.

Por eso se apresuró a contestarle con la linterna.

-       Tú tampoco.

 

Finalmente pudo dormirse. A la mañana temprano. Se vistió, con su mejor ropa. Iba a ser su primer día de trabajo como Aprendiz Telegrafista, pero primero quiso ir a la zapatería. Caminó medio apurado, aunque tiempo le sobraba, su empleo empezaba a las once de la mañana y eran apenas las nueve. Miró primero la vidriera, que era bastante amplia, hasta que se decidió y entró.

 

Gervasio cuando lo vio, se le acercó y lo saludó.

-       ¡Buenos días señor! Dígame qué necesita.

-       ¡Buenos días! Por los zapatos blancos que están en vidriera.

-       ¡Muy buen gusto! A su señora le van a encantar.

-       ¡No! No soy casado… ¡Pero no estoy solo! ¡Tengo un amigo!

 

 

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