El Pacto

Siempre justo antes de irse a dormir, la piensa. 

Piensa en ella tal como la imagina, como la esculpen sus manos oniricas mientras silabea su nombre.

No tiene de ella màs que un perfume huidizo. Una gràcil silueta de perfil, una trama invisible que arruga su vestido entre los pliegues del escote.

No tiene màs que una cascada de lluvia mojàndole el pelo oscuro, los pies descalzos, la cadera delicadamente provocadora.

No tiene màs que un hilo de su voz sedosa perdièndose entre fusas y semifusas, entre bemoles y corcheas que suenan en lo profundo de la noche.

Cualquiera dirìa que no la tiene... y podrìa ser cierto.

Pero èl sabe que ella late en alguna parte sòlo para èl. Y que tambièn lo sueña tal como lo imagina, como lo dibujan sus dedos largos, elegantes, mientras pronuncia su nombre cortito.

 No tiene de èl màs que un vago olor de inventario.  Un torso ancho rematando una cabeza con sombrero de alas anchas, del que se escapan algunos mechones entrecanos.

Un dedal que empuja la aguja mientras se van enhebrando los silencios con las palabras.

No tiene màs que un deleite fortuito del brillo de sus ojos detràs de las gafas, de su sonrisa de lado, de su modulaciòn grave y aguardentosa cuando la nombra.

Asi que èl cierra el libro, apoya la cabeza en la almohada y espera, como todas las noches,  que el sueño le dè de beber la miel de su càntaro bendito.

Ella, que todo lo sabe, aguarda pacientemente que èl se duerma. Y entonces, como una brizna entre el pastizal, como una gota cristalina resbalando por el borde de la copa, se camufla entre sus sueños.

Y juntos se mecen, se besan, se aman, se gozan.

 

Por la mañana, bien temprano, se despiden. Ella vuelve a ocupar su lugar de rigor entre las hojas del libro que desde hace tiempo reposa en la mesa de luz de èl. 

Y èl, que en secreto lo intuye, nunca pero nunca se decide a dar vuelta la pàgina...

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