Felipe (Primera Parte)
Escrito por
@FEDERICOM
Era de madrugada; una madrugada de gotas de lluvia y contadas estrellas que la contaminación urbana todavía no había ahogado. Una madrugada donde el silencio envolvente sólo era interrumpido por el esporádico resonar de motores y circulantes ruedas que, afortunadamente, eran víctimas de charcos de agua que paliaban el ruido.
Felipe se encontraba en casa, al margen del río de adoquines que lo vio crecer y desarrollarse entre desgarbadas vicisitudes y enclenques alegrías; encendidas tristesas, ardientes lágrimas, fría mañana de invierno porteño en su mente.
Los Trópicos de Miller le hacían grata compañía y lo alentaban a desplegar un cuaderno inmaculado y apretarlo contra la birome. Lo alentaban porque él era esos Trópicos, él era Henry Miller; el hombre que lo albergó en tiemops de desapegadas neuronas e irritadas sinapsis. El distanciamiento moral es el nihilismo de quien pasó días, meses y años en búsqueda de lianas de las que aferrarse y encontró arenas movedizas, e intento ver la mitad llena de un vaso que nunca dejó de estar completamente vacío.
La birome era su solaz: el cuaderno una extensión de su cerebro. Mitigaba con palabras la realidad, que volvería con mayor intensidad en cuanto él se detuviese; porque su pesada armadura medieval, coraza resistente como escuadra romana, caería inevitablemente, y su caída era el precio a pagar por la extática y efímera distracción de la realidad.
Estaba deprimido; como se deprimió el día anterior y siempre. La fluoxetina ayudaba, pero no remediaba. La marihuana terminaba por acabarse y el síndrome de abstinencia empeoraba la melancolía, precisamente porque consistía en ella. El alcohol, vedado por la medicación -aunque no respetada su prohibición- nunca había sido lo suyo. Era el fuego del infierno que bajaba por su garganta, eran mareos e irrefrenables vómitos y resacas monumentales, y el estómago un lavarropas. Pero el malestar físico, es sabido, distrae del mal emocional y, por tanto, lo volvería a hacer; porque vivir le pesaba.
Cuando era niño, Felipe se puso a pensar y notó que era demasiado inteligente, o demasiado sensible, o ambos. Demasiado inteligente para sus compañeros, para su familia y también para el colectivero del 99. Fue como si se despertara por primera vez de un largo sueño de 8 años, y se sintió abrumado por la realidad. La realidad era su inteligencia y capacidad, y la presión que esto conlleva. Seguro, el colegio pasaba sin pena ni gloria, mas ahora Felipe sabía que el colegio sólo era otra forma de etiquetar a la gente; de decir: vos sos esto, vos aquello, tu inteligencia es asombrosa, la tuya no, y, en última instancia, abochornarte en un disquete y programar tu futuro.
Y Felipe poseía la seguridad, y de hecho estaba en lo correcto, de que su maravillosa consciencia y mente estaban para ser desafiadas, exprimidas; agotadas, en busca de algo más ulterior en la vida del hombre, en la metafísica del universo, y no en un patético emisor y receptor de nulidad sólo comparable con su inutilidad en la vida.
FIN DE LA PARTE I. si no recibo ningún comentario, no continuaré; despreocúpensé.
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