LA ESQUINA DEL SUEÑO


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Publicado por
@ANABELLA2006

29/07/2006#N10815

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Tenemos que obligar a la realidad a que responda a
nuestros sueños, hay que seguir soñando hasta
abolir la falsa frontera entre lo ilusorio y
lo tangible, hasta realizarnos y descubrir
que el paraíso perdido está ahí, a la vuelta
de la esquina.
— Julio Cortázar (Entrevista, Alcor 29, 1964).

"...el absurdo es que salgas por la mañana a la puerta y encuentres la botella de leche en el umbral y te quedes tan tranquilo porque ayer te pasó lo mismo y mañana te volverá a pasar. En ese estancamiento, ese así sea, esa sospechosa carencia de excepciones. Yo no sé che, habría que intentar otro camino." (Rayuela) Julio Cortázar.

LA ESQUINA DEL SUEÑO
Por
INES MALINOW


A la esquina de Av. De Forest y Pino.


SUELO dormir poco: no me agrada perder el tiempo tirado en la cama mientras pueden suceder afuera, arriba, en el mundo, cosas importantes. Me acuesto alrededor de medianoche y frecuentemente, a las seis de la mañana, ya estoy mirando el sol sobre la pared que me tapa la visión del río. “Ahora pasan los primeros barcos” me digo para consolarme como si con ese deseo pudiera agujerear la mole de cemento que los vecinos han puesto para aplastarme. Me levanto casi de inmediato porque me parece que ahí, en la cama, estoy expuesto a un peligro que no puedo definir, indefenso y vuelto hacia el techo en el que alguna araña rezagada inicia su tela. A menudo, por motivos de trabajo, regreso a casa a las tres o cuatro de la madrugada: entonces duermo de un tirón hasta las siete u ocho y me despierto mordiendo como quien mastica una fruta ácida, el último sueño.

Eso sí, siempre sueño. Algunas personas se deleitan en recordar y contar sus sueños, seguras que por ahí la noche les filtra secretos sólo destinados a ellas. Yo, por el contrario, me olvido rápidamente de mis sueños, aunque con seguridad son más interesantes que los de la mayoría. Y sé que son interesantes que los de la mayoría. Y sé que son interesantes –y esto lo digo sin ánimo de ofender a nadie o de pasar por vanidoso- porque mis sueños se materializan con frecuencia. ¿Es eso común?.

Daré un ejemplo: algunas noches sueño con una larga avenida llena de luces. Miro desde un piso alto y el aire está repleto de papeles y de hojas de calendario, porque se festeja el paso de un hombre de uniforme que acaba de intervenir en una aventura espacial. Yo le arrojo papeles sin mucho entusiasmo porque él es el IV o el V y sabemos –incluso el hombre de uniforme- que vendrán otros, los VII o los XV, con hazañas más vistosas y desesperadas. Cuando me despierto, aferro en mi mano un papel. Muchos dirán que un pedazo de papel aferrado no testimonia ningún sueño, pero será por espíritu de contradicción. Nunca he estado en la Quinta Avenida de Nueva York y el papel dice claramente: “See Mr. Dawson at five o´clock. He will pone first”. Es mi letra, sin lugar a dudas, la que ha escrito esa frase, y yo no sé inglés. Pero lo repito: no me preocupan mis sueños y sus materializaciones; arrojo, cuando puedo los rastros al cesto de papeles y retomo mi trabajo en el diario, que me ocupa parte del día desde hace años. (Cuando soñé que una nena tenía varios gatitos en su falda y yo acariciaba a uno, naturalmente me fue imposible arrojar el gato –al día siguiente- al canasto. Se lo regalé a una sobrina y soy, desde entonces, su tío predilecto aunque mi hermana me quiera menos).

Una vez se dio el caso de que un sueño me hiciera ganar dinero. No piensen ustedes que me entretengo con esos burdos espectáculos de magia casera, que no son sino sencillos ejemplos de transmisión telepática que naturalmente desecho por pueriles. No, ocurrió de otra manera: por la madrugada soñé que estaba de visita en casa de una señora distinguida, afecta a los juegos de salón. Debo aclarar que los juegos de salón me parecen simplemente aburridores, pero todo lo que se hace con gente me aburre y por suerte –o por desgracia- casi todas mis visitas las efectúo en sueños. En la realidad puedo resistirme. La dueña de la casa me entrega un anillo y me decía: “Guárdeselo en el bolsillo. Me lo devolverá de acá a un rato, cuando cumpla mi prenda”. Al despertarme, advertí que tenía en la mano el anillo del sueño y no me sorprendí demasiado, por eso, cuando leí un aviso en el diario de la mañana en donde se ofrecía una recompensa al que devolviera un anillo con una piedra verde “extraviado por la zona de Retiro en circunstancias especiales”. Divertido, como quien cumple la segunda parte del juego y acaso con un poco de tedio, hacia el mediodía me dirigí a la casa cuya dirección indicaba el diario. Abrió la puerta mi huésped de la noche anterior y sin saludarme, se puso el anillo. Luego me ofreció un sobre mientras me juraba que no comprendía cómo había perdido el anillo pues jamás se lo sacaba de la mano. El hueco oscuro del “palier” me devoró de inmediato, bastante harto de esta sonsera cuando ella sabía muy bien –aunque no me saludó, insisto- que me lo había dado la noche anterior. En sueños por supuesto.

Lo relatado no son más que acontecimientos vulgares que no sorprenden a nadie y que suelen llenar la vida de la gente como yo, sin un destino demasiado trascendente. Así empezó todo, creo. Me explicaré. Como yo sé que mi vida es una sucesión de horarios y vulgaridades, quise tomarme una revancha. Entonces pensé: “Si parte de mis sueños se quedan en mi mano, o en mi pieza, tal vez yo mismo pueda quedarme en algún rincón del sueño y variar un poco esa modorra chirle de la casa y el diario”. Elegí para mi jugarreta un sábado –tengo franco el domingo- pues si iba a prolongar mi sueño, más valía que dispusiera de unas cuantas horas por delante. Avisé a los amigos íntimos que pasaría el fin de semana con Lucila y recordé a Lucila que no me llamara pues pasaría el fin de semana con unos amigos. Mi hermana me deseó un feliz domingo y la noche del sábado me acosté en mi cama dispuesto a embarcarme en algo que hasta podría tener una parte de aventura ya que –lo confieso- en la realidad sólo me sentía con fuerzas para afrontar la rutina.

Como yo suponía –y largo era mi aprendizaje en los trucos del sueño- no me fue difícil despertarme “en el sueño”, quiero decir que yo había aprendido a continuar durmiendo pero a emerger del sueño en la escena que éste ofrecía, como si fuera mi verdadero mundo. Aquella noche en mi sueño también era noche de sábado: Yo caminaba por una calle arbolada y oscura y en la esquina se veían luces de una fiesta. Desde la verja espié la casa: todo brillaba en el comedor en que la familia –supuse- festejaba una boda. Miré mi reloj: era cerca de la una. Un grupo salió al jardín con las copas en alto. Yo brindé también por los novios, trémulos y cansados, ansiosos por parecer naturales. Después todos penetraron en la casa –nadie advirtió que yo era uno más- y me dirigí al comedor donde cambié algunos comentarios sobre política y meteorología. Tuve grandes coincidencias con una vieja señora, la infaltable decoración de tantos casamientos. Entonces me encontré de pronto frente a una mujer.

De saber bailar la hubiera invitado, pero me impacientaba estar cerca de ella moviendo los brazos como para ahogarla y las piernas como si se marchase a Venecia, distante y distraído según es habitual entre los bailarines de ahora. Preferí, pues, la charla. Sin embargo, noté en ella una expectativa distinta de lo común, que me hizo a mí también alentar una esperanza extraña. Pensé que cuando hablaba dejaba su mano suspendida demasiado tiempo en el aire, sospeché que se reía con más intensidad de la necesaria. Y hasta supuse –sólo supuse- que prefería los rincones en sombra, como las coquetas.

Observé que la joven -¿Dije que la mujer era joven?- se movía con desenvoltura y que me obligó –sí, creo que me obligó- a conversar con ella en el tono bajo de los acontecimientos que forman el calendario de la vida. He de advertir que soy colérico e ingenuo: ambas son condiciones de carácter que se complementan y estimulan ya que están separadas por la decepción. La señal no llegó pero en cambio expresó como al pasar que al día siguiente me llamaría por teléfono. Advertí que lo decía por contradecirme, entregada a ese juego en el que las mujeres se divierten e incluso los hombres pero que, lo admito, a mí me deja frío. Nos despedimos y yo no la besé –ella lo esperaba, casi puedo jurar que había cerrado los ojos- porque me fastidió su seguridad. Sin embargo, la atraje hacia mi y le dije un seco: “Será hasta pronto Alberta”. Naturalmente tenía un nombre suburbano y ridículo, propio de un colegio de monjas. Ya se lo diría alguna vez. La noche había sido una decepción pero Alberta –debía llamarla así- me había dejado algo indefinible, eso que dan los viajes y que es como un secreto compartido con multitudes de otra parte.

Como ella se quedó en la casa de la fiesta, deduje que vivía allí. Yo volví a la mía un poco harto del tonto papel que había desempeñado y bastante cansado de la trasnoche. Eran las cinco de la madrugada. Cuando me desperté me noté horriblemente fatigado; eso de vivir en sueños era agotador, pero no me resultaba más divertido estar despierto. Parecía que de algún modo el mundo del sueño me pertenecía y me ofrecía mayores recompensas. Me causó gracia el que yo tuviera dos mundos y que incluso pudiera vivir en sueños en lugar de vivir despierto, según hacen los neuróticos o los locos, satisfechos con las apariencias de las cosas. Al abrir los ojos, sentí en mi mano el perfume de Alberta (ya su nombre no me hacía reír). “Soy un neurótico que se gasta el doble que cualquiera, porque vive dos veces y no una sola”, me dije, como si debiera dar una explicación a alguien aunque me preocupaba otro problema. ¿Cómo iba a hacer Alberta para llamarme si ella era un sueño y mi teléfono, el que le di durante nuestro encuentro en el sueño, no iba a sonar en la realidad?. Me consolé pensando en el anillo y el gato y con el mejor humor me duché, salí a dar una pequeña vuelta y volví a casa: desde el ascensor escuché el insistente sonido del teléfono. Con horrible precipitación abrí la puerta y me aferré al teléfono: “¡Hola! ¡Hola! ¿Sos vos?” dije. En pocas horas había pasado del usted convencional al vos más impetuoso, más lleno de pasión, más cerrado. Sí, era ella, por supuesto. No me preocupé demasiado en averiguar cómo había logrado salir del sueño para llamar a mi teléfono real, pero lo importante era que estaba allí. “¿Por qué no venís a verme?. Desde las ocho estaré en casa” agregué con aplomo. “Tengo que hablarte, tengo que decirte muchísimas cosas” recalqué después, aunque me sorprendí pues no me agradaba ser insistente y sobre todo porque deseaba decirle una sola cosa: que la quería. “Sí, iré sin falta, yo también quiero hablarte” me respondió la pequeña voz desde algún otro lado.. Y comencé a esperarla: a las ocho hacía ya tantos siglos que la esperaba, que me enojé con ella por su desconsideración y me apliqué en una impaciencia cansada que nada bueno prometía.

En efecto, no vino a las ocho y media, ni a las diez ni a las doce. Entonces se me ocurrió lo que cualquiera hubiera pensado, pero que a mí ni se me había pasado por la cabeza. ¿Ella me había hablado desde el sueño, pero debía encontrarme en la realidad –mi habitación- o en el sueño –mi otra habitación-?. Riéndome como un niño que ha comprendido un misterio, me arrojé sobre la cama, me desabroché la corbata a los tirones y semivestido, me dormí.

Lo común es –aún para la gente que sueña siempre- no soñar la misma escena ni otra secuencia correlativa. Yo puedo hacer lo que se me antoje con mis sueños, desde abrir cajones herméticos hasta repetidos en todos sus detalles y por supuesto, volver a algún lugar...No me fue difícil regresar a la casa de la fiesta y cerca de la esquina –otra vez estaba todo oscuro pero esta noche no se casaba nadie- la encontré temblorosa y enojada. La tomé en mis brazos con desesperación y metiéndonos en el primer taxi, la traje a casa. Ya en el departamento le pedí disculpas –se lo había dicho en el auto pero necesitaba repetírselo- por no haber entendido que la cita era en el sueño. Lo bueno que tienen estas equivocaciones iniciales es que permiten ganar tiempo: las cuatro horas de espera nos hicieron pensar que ni antes ni después teníamos nada defendible o justificable, salvo estar juntos.

A ella le agradaba hacer té y aunque lo detesto, lo bebí con bastante entusiasmo. No era ingenua ni tímida y poseía un cierto aire distraído que me hizo pensar que había vivido ya otras veces lo mismo. “Es franca” pensé, cansado del disimulo virginal de tantas mujeres y Alberta, como prosiguiendo mi monólogo, exclamó: “No me gusta disimular. Odio el disimulo y a los que disimulan”.

Lo dijo con tanta vehemencia que me sentí aludido; creo que volqué el té. Se agachó para ayudarme a secar el piso. Ya no recuerdo más, las horas están llenas de besos, de té y de preguntas innumerables y absurdas.

La acompañé hasta la puerta cuando el sol nos iluminaba: parecíamos dos ciegos por la forma en que aún nos aferrábamos. Sentía algo que –no sé como decirlo- podría ser la existencia del alma, quizá si el alma fuera un brazo distinto que, justamente esa noche, yo había puesto en actividad. Y esa sensación nueva me dejaba poco menos que bobo. Me pidió que no la olvidara y me rogó: “Llamame”.

Al despertarme me precipité al baño; la cabeza me daba vueltas, como si hubiera bebido. Ni la ducha, ni el trajinar del dirario, bastaron para despertarme. Esquivé a Moñes, saludé malhumorado a Estévez y regresé de inmediato a casa. Ahora sabía que no se trataba de perder tiempo llamando por mi teléfono de todos los días: era el otro, el del sueño, el que debía unirme a ella. Cuando me dormí, no me resultó difícil recordar el número, marcar con mano más trémula aún que en la realidad su número y preguntar por ella. “Tomate un taxi” le pedí. Y agregué bajito, como con vergüenza: “Vení rápido”.

Esta vez no hicimos té: no necesitamos de ningún pretexto para acariciarnos en el departamento que se fue quedando sin sol y sin luz, porque nadie se acordó de encender lámparas. Pensé mucho en el té mientras la abrazaba, era insensato distraerse pero sin querer, cerca de su nuca, el olor a té me dejaba perplejo: creo que ella siempre perfumaba como el té, aunque no lo bebiera.

“Estás distraído” me dijo. Insinuó un reproche: Ayer no te distrajiste”.

Me causó sorpresa pensar que Alberta estaba encerrada en mi sueño y que aunque se creyera independiente, yo la haría volver a abrazarme y a besarme cada vez que quisiera.

“¿No te gusta tener un dueño?” le pregunté con fatuidad. “No, no me gusta. Tampoco creo que cualquiera pueda ser dueño” respondió sabiendo que me hería.

Era evidente que cerca de ella, con el rostro flojo por el cansancio no me parecía dueño de nada, ni siquiera de mí mismo. Ella era la única dueña, la única que existía como una pirámide sólida y emocionante.

“No me entendiste...cada vez yo quiera regresaremos a este departamento. Incluso puedo repetir tus palabras antes de que las digas”, afirmé. Ella comenzó a vestirse con prisa como si se encontrara con un desconocido. Comprendí que había hablado de más, pero era tarde. ¿Por qué tenía que explicarle algo que yo mismo ignoraba? ¿Esto era un sueño o realidad? ¿Ella me buscaba o me obedecía?. Un golpe en la puerta que se cierra me despertó. Me levanté, no tuve ganas de afeitarme y corrí al diario, cabizbajo y asaz desmemoriado para saludar a nadie. Era mentira, no existía el presente: ella y ella una y mil veces habían ocupado y devorado el lugar de mi presente.

Volví a casa temprano, leí como si no me importase dormir y a las doce me acosté. Entonces ya no pude disimular y como quien se tira a un precipicio me sumergí en el sueño. Tuve un absurdo sueño cualquiera: por más que hice no pude recordar su teléfono ni encontrar la esquina de la casa. Pensé que de hallarla, tocaría el timbre, preguntaría por ella, le explicaría. Sería una sonsera pedirle disculpas, más bien trataría de hacerle olvidar la última escena convenciéndola que de verdad existía. Y debía existir porque toda la noche –--evidentemente ella se escabullía, hasta llegué a verla en un ómnibus con su sonrisa melancólica- no pude hallar el sueño con la calle y la casa, por más que me golpeé contra varios como si fueran rocas e intenté diez, cien llamados telefónicos.

A la mañana siguiente hablé al diario y di parte de enfermo: volví a dormirme con una ferocidad que ignoraba en mi persona... pero tampoco encontré la esquina, ni su voz trémula me llamó por teléfono. Creo que una semana seguida dejé de ir al diario: dormí todo el día y toda la noche, desechando, agrupando, maldiciendo los sueños que no eran los de la casa. ¡Qué no hubiera dado por ver los árboles o la noche en ese rincón de Buenos Aires que para mí era todo el mundo!.

¡Pensar que me había creído omnipotente! ¡Sólo mi extraordinaria pequeñez pudo hacerme exagerar la importancia de la estatura!. Me convencí que ella no dependía de mí para vivir, que incluso era yo quien necesitaba de ella para quitarme ese dolor constante que me despetaba a veces en la cama. Vagamente recuerdo que vino Lucila: hablé poco con mi hermana, para no perder ese estado de semivigilia salvadora. Cuando se marchó, volví a ubicarme en el sueño para cavar hondo en todas las escenas y no perdonar ninguna esquina. Daba vueltas, caminaba, marcaba teléfonos, espiaba por los rincones de las calles. Nunca me pareció más grande Buenos Aires ni más inútil. Odié el oeste, su lúgubre horizonte, las frivolidades de Palermo, el afrancesamiento o la pesadez de algunas zonas. Pero el té....

Sí, el té fue mi aliado, mi amigo maravilloso, mi incríble, formidable ángel. Ya dije que perfumaba a té, por ahí tomé el hilo . Comencé por soñar grandes comercios que vendían té, mayoristas e importadores. Conversé con los dueños y así supe que al principio de la calle Montevideo, un pequeño local almacenaba el té más selecto de Buenos Aires. Volví a soñar con la calle Montevideo. Frecuenté el negocio y un mediodía apareció una anciana vivaracha. Me saludó. “Usted estuvo en casa para el casamiento de un sobrino”. Recordé la noche primera, la fiesta...Sonreí como un sonso: allí, sobre el escritorio, había dejado una dirección. Me explicó: “A mi sobrina –la última de las muchachas que vive con nosotros- le encanta esta marca de té”. Sin que el dueño lo advirtiera, tomé la tarjeta con las indicaciones.

Hasta que una tarde –digo una hora cualquiera, yo dormía como si me hundiera en la brecha del mundo- creí percibir cerca el olor del té. Me desperté de pronto. Sentí la necesidad de cerrar la puerta con llave. Eché el pasador. Volví a tirarme en la cama: hígado, pulmón, bazo, puse todo para dormirme. Y de nuevo surgió el olor del té y en una ventana de Belgrano, en Forest y Pino, la ví preparándose una taza. Me asomé a la ventana y la saludé. Me sonrió de inmediato.

“Hace mucho que no te veo” me dijo. Esta vez también había reproche, pero nadie quería abrir ninguna llaga. “¿Puedo pasar Alberta?. Me gustaría conocer tu casa...Incluso podría tomar un té”.

Con paso débil di vuelta a la esquina; ahí estaba el comedor que yo conocía, el árbol, la vereda. Y un sol increíble, salvaje como un cisne, hacía el amor con la tarde. Ella me abrió la puerta; quise darle la mano, pero fue imposible. La abracé y supe que sería para siempre, su olor, su cuerpo. No había nadie en casa y comprendí que tardarían mucho en llegar. Yo mismo hacía años que esperaba que me abrieran esa puerta y no sé de dónde saqué fuerzas para decirle: “Me gusta tu casa...me gusta todo...me gustás vos”.

Por primera vez, creo que desde que nací, tuve la convicción de llegar a un punto en el que yo estaba totalmente presente, más yo que nunca, con todas mis edades y terriblemente lúcido. Y supe que ella también se sentía así. Me acarició el pecho, palpitante debajo de mi suerte azul.

En el despacho del diario en el que trabajaba Nicasio J. Rossi el teléfono sonó infructuosamente durante días hasta que el telefonista comenzó a informar, por comodidad: “El señor Rossi no trabaja más aquí”. Estévez y su hermana lo fueron a buscar al departamento en el cual vivía pero lo hallaron vacío, aunque fue necesario romper la puerta que increíblemente, estaba trabada por adentro. Colocaron este aviso en la página 7, en la columna de las “Personas buscadas”: “NICASIO ROSSI, 37 AÑOS, SOLTERO, SU HERMANA LUCILA Y SU AMIGO ESTÉVEZ AGRADECERÍAN CUALQUIER INFORME SOBRE SU PARADERO. DESAPARECIO ALREDEDOR DEL 30 DE OCTUBRE, CON UN SUÉTER AZUL”.

 

Comentarios

@MABE

29/07/2006

Muy lindo cuento, Anabella... Me encanta tu elección del mundo de los sueños para la historia. Me sentí totalemente reconocida en esta frase: "Por primera vez, creo que desde que nací, tuve la convicción de llegar a un punto en el que yo estaba totalmente presente, más yo que nunca, con todas mis edades y terriblemente lúcido..." He vivido esa sensación y es de las más intensas y felices que recuerdo. Gracias por subirlo Besos Mabel