El amor - Tempestad / Eduardo Galeano
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@MARYCRI
En la selva amazónica, la primera mujer y el primer hombre
se miraron con curiosidad. Era raro lo que tenían entre las piernas.
- ¿Te han cortado?-preguntó el hombre.
-No -dijo ella- Siempre ha sido así.
El la examinó de cerca. Se rascó la cabeza. Allí había una llaga abierta.
Dijo:-No comas yuca ni plátanos, ni ninguna fruta que se raje al madurar.
Yo te curaré. Échate en la hamaca y descansa-.
Ella obedeció.
Con paciencia tragó los mejunjes de hierbas y se dejó aplicar
las pomadas y los ungüentos.
Tenía que apretar los dientes para no reírse, cuando él le decía:
-No te preocupes.
El juego le gustaba, aunque ya empezaba a cansarse de vivir en ayunas
y tendida en una hamaca.
La memoria de las frutas le hacía agua la boca.
Una tarde, el hombre llegó corriendo a través de la floresta.
Daba saltos de euforia y gritaba:
- ¡Lo encontré! ¡Lo encontré!
Acababa de ver al mono curando una mona en la copa de un árbol.
- Es así -dijo el hombre aproximándose a la mujer.
Cuando terminó el largo abrazo, un aroma espeso, de flores y frutas invadió el aire.
De los cuerpos, que yacían juntos, se desprendían vapores
y fulgores jamás vistos...
Y era tanta su hermosura que se morían de vergüenza
los soles y los dioses.
Eduardo Galeano. Memoria del fuego / Los nacimientos 10
se miraron con curiosidad. Era raro lo que tenían entre las piernas.
- ¿Te han cortado?-preguntó el hombre.
-No -dijo ella- Siempre ha sido así.
El la examinó de cerca. Se rascó la cabeza. Allí había una llaga abierta.
Dijo:-No comas yuca ni plátanos, ni ninguna fruta que se raje al madurar.
Yo te curaré. Échate en la hamaca y descansa-.
Ella obedeció.
Con paciencia tragó los mejunjes de hierbas y se dejó aplicar
las pomadas y los ungüentos.
Tenía que apretar los dientes para no reírse, cuando él le decía:
-No te preocupes.
El juego le gustaba, aunque ya empezaba a cansarse de vivir en ayunas
y tendida en una hamaca.
La memoria de las frutas le hacía agua la boca.
Una tarde, el hombre llegó corriendo a través de la floresta.
Daba saltos de euforia y gritaba:
- ¡Lo encontré! ¡Lo encontré!
Acababa de ver al mono curando una mona en la copa de un árbol.
- Es así -dijo el hombre aproximándose a la mujer.
Cuando terminó el largo abrazo, un aroma espeso, de flores y frutas invadió el aire.
De los cuerpos, que yacían juntos, se desprendían vapores
y fulgores jamás vistos...
Y era tanta su hermosura que se morían de vergüenza
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