flor de cardo
Publicado por
@TREK
El rayo del sol rajaba la tierra.
Una planta de cardo, ya casi seca, luchaba para conservar, un rato más, en su seno, a sus hijitos
alados, prontos en su inexperiencia juvenil, a dejarse llevar hacia lo desconocido, por el primer soplo que
pasara, que fuera céfiro o fuera ráfaga.
-¡Hijos, hijos míos! -decía la planta-; escuchen a su madre querida. No se alejen del hogar paterno. Las
alitas que tienen ustedes pueden, cuanto más, impedir que se golpeen al caer; pero no son las alas del
águila para afrontar las tempestades, ni las de la paloma incansable viajera.
Escuchaban, y con todo, se iban hinchando las alitas; asomaban por las rendijas de la corola,
abriéndolas más y más, y la pobre madre, sin fuerzas ya, inclinaba poco a poco la cabeza, resignada.
Una de las impacientes semillitas cayó. Antes de tocar el suelo, un airecito embalsamado se la llevó,
amoroso, empujándola despacio hacia el cielo azul, y cuando dejó de soplar, lo que fue muy pronto, cayó la
semillita alada en un charco fangoso, donde desapareció.
Otras se las llevó un viento más fuerte, prometiéndoles la fortuna, campos hermosos y ricos, donde
prosperarían, y de los cuales su numerosa prole, sin duda, podría gozar.
Y las echó por delante, en vertiginosa carrera, arreándolas hacia tierras destinadas al arado, donde no
pudieron arraigar, siempre perseguidas, removidas y destruidas.
Quedaban algunas semillas aladas, listas para tomar vuelo, cuando sopló, en medio de relámpagos y
truenos, un terrible ventarrón, llamándolas a la Gloria, a conquistar tierras lejanas, gritaba; y las arrebató,
entusiasmadas.
Pronto, despavoridas por el trueno, empapadas por la lluvia, atropelladas por la piedra, golpeadas,
cayendo y levantándose, llegaron a campos desiertos y pobres, donde fueron presa de los pájaros
hambrientos y del fuego destructor...
Una sola semillita quedaba con la madre moribunda, y cuando ésta cayó al suelo, quebrada por la
tempestad, allí mismo quedó ella: allí brotó, prosperó y se multiplicó.
En el rinconcito familiar había encontrado, sin abrir sus alas, la felicidad
Godofredo Daireaux
Una planta de cardo, ya casi seca, luchaba para conservar, un rato más, en su seno, a sus hijitos
alados, prontos en su inexperiencia juvenil, a dejarse llevar hacia lo desconocido, por el primer soplo que
pasara, que fuera céfiro o fuera ráfaga.
-¡Hijos, hijos míos! -decía la planta-; escuchen a su madre querida. No se alejen del hogar paterno. Las
alitas que tienen ustedes pueden, cuanto más, impedir que se golpeen al caer; pero no son las alas del
águila para afrontar las tempestades, ni las de la paloma incansable viajera.
Escuchaban, y con todo, se iban hinchando las alitas; asomaban por las rendijas de la corola,
abriéndolas más y más, y la pobre madre, sin fuerzas ya, inclinaba poco a poco la cabeza, resignada.
Una de las impacientes semillitas cayó. Antes de tocar el suelo, un airecito embalsamado se la llevó,
amoroso, empujándola despacio hacia el cielo azul, y cuando dejó de soplar, lo que fue muy pronto, cayó la
semillita alada en un charco fangoso, donde desapareció.
Otras se las llevó un viento más fuerte, prometiéndoles la fortuna, campos hermosos y ricos, donde
prosperarían, y de los cuales su numerosa prole, sin duda, podría gozar.
Y las echó por delante, en vertiginosa carrera, arreándolas hacia tierras destinadas al arado, donde no
pudieron arraigar, siempre perseguidas, removidas y destruidas.
Quedaban algunas semillas aladas, listas para tomar vuelo, cuando sopló, en medio de relámpagos y
truenos, un terrible ventarrón, llamándolas a la Gloria, a conquistar tierras lejanas, gritaba; y las arrebató,
entusiasmadas.
Pronto, despavoridas por el trueno, empapadas por la lluvia, atropelladas por la piedra, golpeadas,
cayendo y levantándose, llegaron a campos desiertos y pobres, donde fueron presa de los pájaros
hambrientos y del fuego destructor...
Una sola semillita quedaba con la madre moribunda, y cuando ésta cayó al suelo, quebrada por la
tempestad, allí mismo quedó ella: allí brotó, prosperó y se multiplicó.
En el rinconcito familiar había encontrado, sin abrir sus alas, la felicidad
Godofredo Daireaux
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