A LA LUZ

Ramos generales

A la luz

Una explosión de sensaciones. Algo importante sucedió y provocó este cambio. Abro y cierro los ojos rápidamente y con fuerza. No puedo ver. Me siento mojada. Me rodea la oscuridad. Y esto me atemoriza. Quisiera creer que estoy soñando, que en algún momento despertaré y todo seguirá como antes. Pero algo dentro de mí me susurra que esta vivencia es real.

Quiero pensar pero no puedo. La ebullición y el movimiento son tan intensos y constantes que es totalmente imposible que me tranquilice. Ni siquiera puedo gritar esa palabra mágica que todo lo calma: “Mamá”. Tengo los puños cerrados, y no puedo abrirlos. Comprendo que soy presa del pánico. Quisiera nadar pero... ¿cómo hacerlo en medio de tanta corriente que me mueve de un lado a otro?

No sé ni el cómo ni el por qué de esta situación. Y no es el momento de analizar motivos, sino de superar este trance. Aquí estoy... y tengo mucho miedo.

Prefiero tener los ojos cerrados porque el líquido me molesta. Comprendo que debo hacer algo, y rápidamente. No puedo respirar en el agua. Debo sobreponerme a todo y luchar por mi vida. Porque quiero vivir.

Con decisión pego mis brazos al cuerpo y me impulso con las piernas, rumbo a cualquier parte, poniendo toda la fuerza que puedo. Una barrera invisible me retiene y vuelvo al mismo lugar. Me desanimo. Pero no voy a cambiar de opinión. Deseo salir de la oscuridad y encontrar la luz.

Y parece una historia sin fin: avanzo y retrocedo de modo permanente. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Quién o qué no me permite salir de esta situación? ¿Podré liberarme?

Creo no estar atada pero me siento prisionera. Miro mis extremidades y las muevo. En efecto, nada me sujeta... pero algo me atrapa y me retiene.

Siento un haz de luz sobre mis párpados cerrados. Cambio de posición y me dirijo hacia allí, haciendo el que siento es mi último esfuerzo, porque ya estoy al borde del agotamiento.

Aprieto mis párpados con fuerza porque esa tenue luz ahora es intensa. Me enceguece. Los entreabro y veo algunos rostros que me miran fijamente. Todo es muy extraño y amenazante. No puedo evitar las ganas de gritar, y lo hago.

Quisiera retroceder pero ya no es posible. Ahora siento más miedo que antes. Quiero decir algo pero no encuentro el modo. Entonces, impotente y desesperada, lloro, aunque entreabro los párpados para no perder detalle de las reacciones de quienes me están mirando.

Las voces que escucho son suaves, y decido callar para acostumbrar mis oídos. Un par de manos se posan sobre mi cuello y tiran de mi cuerpo. Irrumpo en llanto desconsolado. No esperaba algo así y comprendo que, definitivamente, no puedo regresar adonde estaba antes. Otro tomó la decisión por mí.

Tengo mucho frío. Estoy temblando. Alguien me apoya sobre una tela, me envuelve con ella y me posa sobre un cuerpo mullido que me recibe con los brazos abiertos. Levanto mi cara y veo a una mujer que llora y sonríe mientras me abraza y estrecha contra su pecho. Comprendo entonces varias cosas a la vez: Que soy pequeña, que me tienen en brazos y que la reconozco. Decido no llorar más, oler y escuchar. Estoy a salvo.

Quiero decirle que sé quien es. No puedo. La miro con los ojos bien abiertos y me acomodo en sus generosos brazos, tan confortables que parecería que fueron hechos para mí. Al no poder decirle lo que quiero, repito para mis adentros: “¡Mamá, mamá, mamá!”.

Acabo de nacer.

 

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