Domingo Taboada (el rey del Brisas)


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Escrito por
@JORGE-EMILEO

24/09/2017#N64376

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Un murmullo de bienvenida recorrió el salón, acompañando su entrada. Sobresalían del montón las aflautadas voces femeninas, cargadas de deseos por su presencia. Pero también se hicieron eco de su paso los graves y varoniles timbres de las gargantas masculinas. Las parejas que poblaban la pista pusieron un empeño mayor del habitual para que ningún corte quedara fuera de compás. Las que estaban sentadas en las mesas alzaron sus cabezas, prestas a responder con orgullo a una indicación de saludo de su parte.

Aquellas mujeres que no estaban comprometidas en alguna relación, tardaron no más de un segundo en revisar mentalmente cada detalle de sus vestidos, alisar alguna arruga de sus polleras o corregir alguna pose que les permitiera mostrarle el perfil más favorable.

Domingo Taboada había hecho, una vez más, su ingreso triunfal en la milonga del barrio de Saavedra. El saco, marcado por las hombreras y apenas entallado, llevaba el detalle de un pañuelo bordado, asomando al balcón del bolsillo del pecho. Los pantalones rectos, con la línea perfectamente marcada, sus zapatos de charol lustroso, su impecable camisa blanca, su nudo (copia fiel del que usó siempre el Polaco) y su sombrero ladeado.

Una vestimenta pulcramente combinada en los matices y perfectamente acorde a las necesidades del baile, enmarcaban un cuerpo que se notaba potente y poderoso. De figura bien cuidada, no sobrepasaba el metro setenta y cinco. Melena corta y cuidada, con las sienes blancas, bigote tupido y prolijamente recortado. Cara angulosa. Cejas bien marcadas y un par de ojos verde oscuros de mirar profundo.

Conciente de su prestancia y del impacto de su presencia en el lugar, cruzó el salón para acodarse en el viejo mostrador de estaño, donde pidió su acostumbrado whisky con hielo, mientras le daba el sombrero al barman para que lo guarde. Solamente después que fue servido y con el vaso en la mano, se apoyó de espaldas al mostrador, mesó sus cabellos para corregir algún detalle que hubiera quedado fuera de lugar y se dignó mirar a los presentes.

Sabía que el era el rey indiscutido, que con el mínimo movimiento que hiciera, cualquiera de las damas accedería a acompañarlo en el baile, sintiéndose orgullosa de ser elegida. Así como también sabía, que ni bien pusiera la punta de sus zapatos en la pista, todos le harían lugar para admirar su arte.

Paseó su mirada tranquila y serenamente, sopesando cada una de las hembras que esperaban sentadas, con ansiedad, poder ser su partenaire en la danza. Conocía a casi todas. Había abrazado sus cinturas, había ceñido sus cuerpos al de él, había aplastado sus pechos contra su varonil torso y las había guiado con maestría por los vericuetos de ese ritmo sensual y melancólico que manejaba con maestría.

Tenía absoluta seguridad que la mayoría de ellas soñaba eróticas fantasías que lo incluían, pero siempre mantenía la distancia necesaria para que la relación no pasara del baile. Nunca se supo que haya salido del Club acompañado con alguna de las mujeres que, en la pista, manejaba como arcilla húmeda en sus manos, floreándolas con cadencias exactas, con el revoleo de polleras de un ocho, la precisión de una corrida o con la figura sensual que terminaba, estática junto con la música, de una sentada o de un quiebre.

Todos los sábados venía al Club Brisas del Plata cuando el reloj marcaba las veintitrés horas exactas. Bailaba entre quince o veinte piezas, se tomaba un whisky al llegar y otro cerca del momento de su partida. Alternaba de compañía femenina después de dos, a lo sumo tres canciones, haciendo un alto en cada ocasión. Tango, milonga, vals, milonga con repique. Todos los ritmos los manejaba a la perfección sin que hubiera una figura, una filigrana, un movimiento que no estuviera en su repertorio.

Con la misma puntualidad con que llegaba, a las dos y media se dirigía al mostrador, pedía su sombrero, pagaba las consumiciones y se retiraba con el mismo aire altanero, frío y distante con que había entrado, sin jamás dignarse a dar vuelta la cabeza ni hacer más movimiento de saludo que un leve toque con su dedo índice que ni llegaba a rozar su sien derecha. Dejaba atrás una estela de voces de admiración, de deseos incumplidos y de envidiosas miradas masculinas.

Así lo recuerdo en todo el tiempo que tuve el honor de verlo bailar. Durante más de dos años presencié ese ritual sistemático, puntillosamente repetido. No supe de nadie que tuviera datos de donde vivía o que era de su vida fuera de esa milonga. Salvo el nombre con que se presentó la primera vez al cantinero, nunca soltó prenda de su vida. Tampoco nadie se atrevió a preguntarle.

Nunca se abrió a una conversación. Cualquier comentario que se le hiciera era respondido en forma gentil, pero cortante, impidiendo con el gesto, la acción o la palabra, que la charla continúe. Nunca entró en confidencias con otro bailarín, ni se arrimó a algún grupo o compartió una mesa. Todas las conjeturas posibles se hilaron en torno a él.

Las preguntas que, como al pasar, le deslizaron las damas que acompañaban como sumisas sombras los dictados de su marca en los compases de la música, nunca obtuvieron más respuesta que una sonrisa y un gesto de silencio.

Nos terminamos acostumbrando a disfrutar su destreza, a saborear las lecciones que nos dejaba gratuitamente cada semana, a la certeza de saber que el sábado había un genio de los sutiles entreveros del baile ciudadano, que nos regalaba dos horas de espectáculo difícilmente comparable. Siempre atentos a la ocasión en la cual alguna de las bellezas, que se acercaban en forma cada vez más abundante ante la difusión que el tango tenía, terminara enredándolo en sus redes y pudiera abrir la caja de secretos que Taboada conservaba firmemente cerrada.

Desde la primera noche que apoyó los talones claveteados en las tablas de la pista, se hizo dueño y señor del lugar. Estaba muy por arriba de cualquier otro bailarín. Le sobraba paño para dar cátedra y tenía una presencia imponente y arrolladora. Se manejaba como si todos estuvieran a su servicio, pero sin solicitar jamás más atención que la mínima necesaria.

Era, para nosotros, un compendio de masculinidad, de hombría, de fiero y contundente ejemplo de lo que es un varón con todas las letras. Difícilmente hubiese un concurrente al Club que no le profesara una mezcla de respeto, envidia y admiración.

Yo, no era más que uno de los habituales bailarines de esa milonga. Uno más, de los que intentábamos copiar al maestro en sus pasos. Uno más, de los que comentaba lleno de asombro y veneración cada marca, cada figura, cada uno de los giros tan personales que le imprimía a la danza, cada forma tan particular que tenía de realzar la cadencia de la música con el movimiento de los cuerpos.

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En tanto estos sucesos que estoy relatando tenían lugar, trabajaba de dependiente en la farmacia del barrio con un sueldo insuficiente para llegar a fin de mes, ni que decir de pensar en un futuro con casa propia o independizarme de los viejos. Intentaba vanamente ganarme unos pesos extras, promocionando las almohadillas térmicas que fabricaba mi tío. Trajo de Europa una fórmula para hacerlas con semillas naturales de lino, lavanda u otros vegetales y él aseguraba que producían efectos terapéuticos y sedantes para los dolores y contracturas.

Todas las tardes y algún que otro fin de semana, salía a recorrer negocios donde se pudieran colocar a la venta. Me las dejaba a un precio especial para sobrinos necesitados y, cuando tenía suerte de vender alguna, obtenía un buen margen. Persiguiendo siempre la ilusión de ubicar un sitio donde colocar un exhibidor, priorizaba las farmacias más importantes.

Esas fueron las razones por las cuales, una tarde de otoño, me encontré esperando que la encargada de una farmacia de Once terminara de atender un insistente cliente, que no se decidía entre el ibuprofeno o el paracetamol para calmar su dolor de cabeza. La farmacéutica respondía seca y cortante sus preguntas.

Era una mujer pasada de peso, desaliñada y con un cierto matiz de tosquedad en sus ademanes y en su manera de expresarse. Tenía el pelo pajizo y la cara, pese a ser de complexión rolliza, tenía un aire de dureza que atribuí a la necesidad de soportar clientes como el que ahora atendía. Cuando logró venderle aspirinas, asegurándole que eran lo más indicado para su malestar, se dirigió hacia mí, esperando, seguro, mi solicitud de algún remedio.

Yo desplegué todas mis artes de venta, mejoradas en meses de experiencias fallidas. Le regalé todas las frases galantes en el medio de detalladas explicaciones de los efectos terapéuticos de mi producto y de la destacable diferencia de precio que lograría ella en cada venta. Le aseguré que colocaríamos un exhibidor, que ella no tenía que invertir nada, que era un elemento que en Europa hacía furor por lo sano, por ser orgánico, totalmente natural y de excelente carga energética.

Me escuchó sin proferir una sílaba. Cuando estaba terminando mi exposición, asomó por la puerta de la farmacia la cabeza de un chico de unos doce años que, sin tomarse la molestia de entrar, le gritó:

- “Dice mi mamá que se olvidaron de llevarle las pastillas para la presión y que el abuelo las necesita ya mismo”.- Y sin esperar respuesta, volvió a colocarse los auriculares de su ipod y se fue ensimismado en su música.

La farmacéutica, como si yo nunca hubiese existido, dio dos pasos hasta el hueco que comunicaba con el depósito y gritó:

- “José, vino el hijo de la carnicera para reclamar las pastillas para la presión. Te las olvidaste hoy en el reparto. Dejá que yo acomodo los envíos que faltan. Andá y lleváselas antes que esa chusma se encargue de repartir en todo el barrio que cometimos un error. Tenes que tener más cuidado la próxima vez”.-

Se dio vuelta para, al parecer, retomar nuestro diálogo (que hasta el momento había consistido en un monólogo de mi parte). Yo sonreí y abrí la boca para expresarle mi deseo de que trabajaran nuestro producto, pero no tuve ocasión. Volvió a su posición anterior y reinició sus indicaciones hacia el depósito:

- “Mejor voy yo, así le corto de entrada las ansias de chusmerío a esa conventillera. Le compro algún corte de carne para que comamos a la noche. Si cree que me va a tener de cliente, se va a cuidar de sacarme el cuero por ahí. Vení a atender el mostrador, hay una persona esperando”.-

Después, tomó una caja de pastillas de un estante, redujo toda su coquetería a sacudirse el delantal y enfiló para la salida. Sin tomar en cuenta todo el tiempo de explicaciones que invertí para interesarla en mi oferta, me dijo al pasar junto a mí:

- “Ahora viene mi marido y lo atiende”.- Y salió, dejándome sin posibilidad de reacción ni respuesta.

- “Disculpe a mi señora”, escuche que me decía desde el fondo, una voz que iba aumentando su volumen a la vez que iba haciéndose cada vez mas cercana. “Hoy fue un día bravo, yo ya lo atiendo, tiene que comprender que estar atrás de un mostra........”

Y ahí quedó la frase. Trunca, cortada. Saliendo por el hueco de la puerta que comunicaba con el depósito, apareció un hombre con delantal, el pelo desaliñado, cargado de hombros, un par de anteojos de leer montados en la punta de la nariz, un semblante entre sumiso y cansado y una expresión de asombro y espanto que me quitó toda posibilidad de continuar con mi denodada tarea de ventas.

Nos quedamos mirándonos más de un minuto. Creo que ese fue el tiempo que me llevó asimilar que estaba parado frente a Domingo Taboada. No había nada en el hombre que me miraba, que pudiera hacerlo coincidir con aquel que entraba triunfal cada sábado en el Brisas. Ninguno de los dos sabía qué hacer. Ni uno ni el otro teníamos idea de como salir de ese trance. Fue él, con un gesto suplicante y una voz casi lastimera el que me pidió:

- “Por favor Daniel, váyase. No diga nada del Brisas, no diga mi nombre. Se tiene que ir. No puede quedarse acá”

- “Pero, no entiendo nada. Usted, ¿no es Domingo Taboada?”.-

- “Si y no, después le explico, pero por favor ¡¡váyase!!”.-

- “Me voy, pero sólo si me explica que pasa. No entiendo nada”.-

- “Si quiere que charlemos no puede ser acá. A dos cuadras, en Belgrano, hay un bar. Espéreme ahí que yo en una hora estoy con usted y le aclaro todo, pero ahora váyase, se lo suplico, váyase”.-

La voz, casi de terror, me impresionó. Creo que caminé como un zombie hasta el bar. Por nada del mundo me hubiera ido sin escuchar la historia de mi ídolo de la milonga, de mi prototipo de hombre ganador, al cual había visto interpretando otro personaje tan distinto, casi en las antípodas del que yo conocía. Pasé la hora intentando devanar el misterio de las dos personalidades que conocí en la misma persona. Pero tuve que frenar mi ansiedad hasta verlo entrar y sentarse a mi mesa. Parecía vencido, como alguien a quien le dan una noticia terrible, los hombros caídos y una enorme tristeza en el rostro.

- “Yo sé que es difícil de entender, Daniel, ni se por donde empezar”.-

- “Empiece por decirme quién es.”.-

- “Mi nombre es José Scardoni y soy el dueño de la farmacia donde me vio. La mujer que lo atendió es mi señora. Estoy casado hace más de veinte años. Tenemos un hijo, que ahora está terminando sus estudios de medicina en Paris, con una beca.”.-

Como si fuera desgranado recuerdos, como si se repitiera a si mismo una anécdota ajena. Como si reviviera su vida y tratara de armar el rompecabezas que lo llevó a esta situación, con voz monocorde y llena de nostalgia, fue relatando su historia.

- “Nací y me crié en Rosario. Siempre bailé tango y milonga. Casi le diría que toda mi vida giraba en torno del bailongo de los sábados. Así como los brasileros se preparan todo el año para los cinco días de carnaval, yo me preparaba toda la semana para ese baile. Allí la conocí a Cristina, mi señora. Fue un amor a primera vista y ese amor dura hasta ahora.

Al principio íbamos juntos a las milongas. Ella no tenía ningún problema que yo baile con otras mujeres, además de ella. No es muy buena bailarina y sabe que el tango es mi pasión. Cuando nació Julián dejamos de ir a bailar tan seguido. Después, nos vinimos a Buenos Aires y, ¿vio como es la vida?, uno va dejando de a poco retazos de sus anhelos, pedacitos de sus pasiones, se dedica al trabajo, a los hijos. Durante casi veinte años, salvo raras ocasiones, dejé la milonga.

Cristina es enfermera voluntaria todos los sábados en el Ramos Mejía desde las veintidós horas hasta las cuatro de la mañana del domingo. Cuando tenía quince años, Julián estuvo muy mal, a punto de morir y fue ahí en el Ramos que lo salvaron. Estuvo peleándole a la muerte casi seis meses en una cama de ese hospital.

Fue tanto el esfuerzo que todos los médicos y las enfermeras pusieron para que se salvara, fue tan impresionante la actitud de todos los miembros del hospital con él, que Cristina juró que iba a dedicarle todos los sábados a la noche a ayudar a los enfermos de ese lugar.

Mi señora es una persona muy leal a sus palabras, muy firme y constante en sus decisiones. Desde esa época, cumplió invariablemente su promesa. Yo, no solo la apoyé en su decisión, si no que durante un tiempo la acompañe. Pero eso no era lo mío. De a poco lo fui dejando.

Me quedaba en casa, leía, chateaba, acompañaba a mi hijo cuando de casualidad no salía o tenía que estudiar, me iba a caminar o, de vez en cuando, jugaba al billar en este bar. Pero hace un poco más de dos años, Julián se fue a París. Los primeros sábados continué con la rutina de siempre, pero de a poco me volvió el ansia de milonguear. No quise decirle nada a mi señora. Tenía miedo que por acompañarme o por no dejar sola la casa abandonara su promesa. Y ella es feliz yendo los sábados, va con entusiasmo. Ahí, en el Hospital, es como una familia.

¿Por que no?, me dije. Pensé que iba dos o tres veces, me sacaba el gusto y ya estaba, que cuando fuera necesario faltaba o dejaba de ir y listo. Pero no fue así, una vez que empecé no pude parar. Volvió a convertirse en mi pasión. Nuevamente todos los días de la semana eran una antesala del sábado. Como no había dicho nada de entrada, quedé enredado en la primera mentira.

Además, desconozco el motivo, pero siento que cada vez que voy al Brisas, le soy infiel a Cristina, pese a que nunca se me cruzó por la cabeza otra cosa que el baile. No puedo dejar de sentirlo así.

Después el tiempo fue pasando y toda esa actividad clandestina se volvió un hábito, era como una ventana por la cual volvía a mi pasado rosarino de las milongas del sábado. Cuando ella se va al Ramos, a eso de las nueve y media, yo me baño y me visto como si fuera una ceremonia, me termino de transformar en Domingo Taboada. Ya no soy José Scardoni. Tomo el 71 casi siempre a la misma hora, por eso soy tan puntual en mi horario de llegada y, a las tres menos veinte pasa el último colectivo para acá, por eso a las dos y media me voy sin falta.

El Brisas es mi descarga, es mi ilusión, es mi fantasía. No me interesa ninguna mujer, me interesa bailar, me interesa lucirme en la pista. Vivo intensamente ese pedacito de vida con el nombre y la personalidad que inventé. Le ruego que no me descubra la mentira, ni con Cristina ni en el Brisas. Usted es un buen tipo y sabrá entenderme, además yo no hago mal a nadie. No me dechave, así soy feliz”.-

- “¿Así que el gran macho del Brisas es, en realidad, un tímido hombre de su hogar? Pensar que nos moríamos de envidia de verlo tan recio ante las mujeres que se le ofrecían.” fue la primera idiotez que se me ocurrió decirle. “Bueno, José o Domingo, no creo que tenga el derecho a molestarlo en la vida que eligió y no veo nada reprochable en ella. Cuente conmigo, seré una tumba. Pero, eso si, con dos condiciones”.-

- “¿Dos condiciones? ¿Cuáles?”-

- “Primero, que de a poco se haga mi amigo en el Brisas. Ser el amigo de Domingo Taboada es ser, no el rey, pero si el príncipe en esa milonga.”.-

- “No hay problema, siempre y cuando quede entre los dos. Si me abro a más personas no podría mantener mi secreto”.-

- “Lo entiendo, no se preocupe, seré una tumba y me cuidare de insinuar siquiera a alguien para que se una a nosotros”.-

- “Muy bien ¿y la segunda condición?”.-

- “Que la convenza a su señora para que coloque el exhibidor con las almohadillas en la farmacia, Además, le aseguro que es un buen negocio”.-

- “Trato hecho. Cuente con eso. Ahora me voy a hacer las entregas. Recuerde que acá me llamo José Scardoni. No se confunda”.-

Me dio la mano y se fue, evidentemente mucho mas aliviado que cuando entró al bar. Yo no lograba terminar de asimilar el golpe de verle carnadura humana a quien durante dos años fue mi ídolo. Esa molesta sensación no me permitió darme cuenta de las dos grandes ventajas que había obtenido. Sólo con el correr del tiempo fui entendiendo la suerte que tuve. José o Domingo, o mejor dicho, los dos, cumplieron ambas condiciones.

Mis acciones con las chicas del Brisas subieron fuertemente. Ascendí varios puntos en la escala de valores y de respeto dentro del club. Después de todo, era el único amigo del rey del lugar. El único con el cual el gran Domingo Taboada compartía un whisky y el único que saludaba al entrar y al irse.

También colocó el exhibidor y las almohadillas se vendían, no a montones, pero bastante. Ello me obligaba a ir a la farmacia regularmente. Siempre fui cuidadoso y prolijo. Nunca me equivoque de nombre ni solté detalle que pueda delatar a mi amigo

Pero un día, abriendo el maletín para darle a Cristina los folletos con los precios nuevos de los productos, sin notarlo, junto con ellos saqué un anuncio del baile del sábado en el Brisas, que habían impreso para promocionar la presentación de la orquesta El Arranque. Tratando de hacerlo pasar desapercibido, lo guardé rápidamente y cerré el maletín.

Cristina se dio cuenta de mi apuro. Me miró fijamente y se dio vuelta para acomodar en nuestro exhibidor la mercadería nueva que le había traído. Así, agachada y sin darse vuelta, me dijo:

- “Va a tener que cuidarse para no volver a cometer errores como este, Daniel. Sobre todo con la gente del Brisas. Sería un golpe durísimo para José”.-

Me quedé helado, sin habla, mirándola. Se dio vuelta despacio, se corrió los pelos de la frente, me sonrió y dijo:

- “¿Usted piensa que en dos años y medio yo no me iba a enterar? ¿Que en ese tiempo no iba a quedar ninguna marca en el traje? ¿Que no iba a darme cuenta del uso en los zapatos de baile? ¿Que nunca lo iba a notar distinto cada sábado? Tenía que ser muy tarada para no pescar que algo pasaba

Hace dos años sospeché por donde venía la mano y le pedí a uno de los camilleros del Ramos que lo siguiera. No tenía temor a ninguna infidelidad, porque conozco a José y confío plenamente en él. Tenía curiosidad por saber si había adivinado el destino de sus noches de sábado. De esa manera lo supe todo.”

Y con una dulzura en la mirada y en la voz que jamás le había visto, ni sospechaba en ella, me aclaró:

- “Ni se le ocurra quebrarle la ilusión, porque lo mato, Daniel. Esa puertita por la que se escapa cada semana es tan importante para nosotros como mis noches en el Ramos. El domingo somos dos novios que se vuelven a encontrar. Y eso nos ayuda a soportar la rutina y los sinsabores de la vida y del trabajo.

José Scardoni es el amor de mi vida. Por esa misma razón, porque lo hace tan feliz a mi marido, es que también quiero a Domingo Taboada y me siento orgullosa de él, de su arte y del amor, del cuidado y respeto que tiene conmigo, pese a la cantidad de mujeres que se le ofrecen. No hay nada que no estuviese dispuesta a hacer para que los dos sean felices y, si así lo son, cuidemos que nadie altere esta felicidad”.-

Y con la serena naturalidad de quien no necesita ahondar en el asunto, ni requerir datos que la tranquilicen, se fue detrás del mostrador a atender a una señora que venía a buscar un antibiótico.

Yo me quedé sin poder moverme, mirando fijamente a esa mujer que era tan distinta a la que yo creía conocer y con una tremenda envidia por dos personas que habían logrado un equilibrio donde resguardar su amor.-

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Comentarios

@LILIANABRUJI

25/09/2017



Hermoso relato, Emileo_Jorge!!!!... eso es el Amor!!!... disfrutar de la felicidad del otro.... dar, dar y dar.... una belleza!!

Gracias!

abrazo!  
@JORGE-EMILEO

25/09/2017



Gracias Lili. Un abrazo