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Publicado por
@RUYVALENTE

26/01/2017#N62076

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UNO

Cuando el corazón de los hombres teme, las sombras empuñan cuchillos.

Proverbio chino, siglo VII a.C

 

Uno arrimó la canoa a la vera de la bahía encallándola sobre los guijarros. Sacó sus enseres de pesca y los dispuso en la playa. Luego oteó el horizonte a izquierda y derecha sin obtener una visual que le inquietase. Otro retomó la marcha desde el claro detrás del apretujamiento de lengas. El carcaj a la espalda, el arco destensado en una mano y un hacha de madera y sílex en la otra. Puso sus ojos hacia el oeste, donde el sol se hunde: agua y cielo, nada más. Después su mirada recorrió la línea de la costa hasta la linde del temible bosque umbrío. Otro sabía que Uno estaría por ahí, refundido con el pedregal costero, mimetizado con el paisaje. Monotonía de polvo ocre y el viento, el infaltable viento, que esta vez favorecía al Cazador. Uno esperaba la llegada del contingente del este: él se había adelantado al clan aprovechando las condiciones climáticas. Sin embargo, la presencia demasiado cercana del bosque lo estremecía. Evocaba con temor las voces de los más viejos recordándole sus ominosas advertencias: “¡No entres en el bosque! ¡Jamás! No saldrás vivo y tu alma quedará atrapada en él para siempre”. Miró alrededor: de un lado el mar inmenso; del otro, el temido bosque con su carga de demonios y fantasmas. Ahora era un pescador solitario sobre un corredor pedregoso, encajonado entre las aguas infinitas y el infranqueable bosque. Otro era cazador y atravesó el bosque desdeñando los relatos yámanas de apariciones y conjuros. No tardó en posicionarse sobre una loma desde donde obtuvo una visual privilegiada.

Otro estaba solo, como Uno, los de su tribu permanecían en el vivac de la cañada, junto al turbal, a un día de distancia. Todos reconocían en Otro al Supremo Cazador y no se extrañaron cuando los dejara una mañana y se marchara sin dar explicaciones. Asumieron que Otro había partido en busca de nuevas presas siguiendo su infalible olfato. Pero él esta vez no perseguiría manadas de guanacos: la cuerda de su arco estaría tensada al máximo y bien afilado el sílex de sus puntas de flecha para atravesar carne humana.

NOTA: El Ona matará a un yámana sin que intervenga sentimiento alguno: una medida práctica indicada por la mera supervivencia. El odio y el amor no tienen cabida en su cabeza. Yatenentolpen significa contrario a mis deseos en lengua shelk’nam: hasta ahí llega la extensión del odio ona. Para el ona, esos canoeros inquietos y asustadizos que cubren las costas como la nieve en invierno son un estorbo para la caza. Sus pacíficas actividades pesqueras les son abominables...pero el odio, el odio individual, ha sido siempre extraño al corazón de estos primitivos habitantes de la Tierra del Fuego.

Y, sin embargo...

Otro alcanzó a distinguir una forma humana encorvada sobre una canoa-tronco; su corazón latió más aprisa que de costumbre, una sensación que no habría sentido a la vista de un guanaco. ¿Odio? Una marcha de un día, persecución y asechanza para cobrar una presa que no le dará carne ni cuero aprovechables. ¿Odio? Sólo se puede odiar lo que lleva un nombre. Otro reconoció la presa, a Uno, el pescador enclenque pero reticente a ceder territorio a los cazadores; Uno, el yámana rezagado, desafiante y despreciable; Uno, el último de su especie en embutirse en el hueco de la canoa-tronco y hacerse al agua como pez resbaladizo; Uno, el bufón burlador y cobarde que no daba batalla. Lo había identificado, le había dado un nombre donde pudiera reposar su odio. Extrajo una flecha de su carcaj y palpó la punta de sílex. Se regodeó mientras trazaba mentalmente el trayecto futuro de esa flecha desde la cuerda del arco hasta el corazón de Uno. Tensó su arco y se dispuso a bajar.

Kre, el sol, se hundió en una cama de nubes tiñéndolas de naranja y rosa. Un haz de rayos se filtró a través de las capas más bajas y golpeó la superficie marina creando una estela de luz dorada. Un albatros solitario rayó el gris del cielo aleteando hacia el oeste.

Silbaba el viento y la tarde se retiraba con el sol cuando Otro anclara sus pies sobre la bahía, arropada por tenues nubes en la serenidad deslumbrante de ese cielo curvado hacia el infinito del mar: la imponencia del paisaje que nunca encaja con las tragedias individuales. Uno lo vio venir y el miedo le cedió su espacio al terror. Sin tiempo para hacerse al mar, echó a correr en la única dirección posible. Por delante, el corredor comenzó a estrecharse: mar y bosque parecían atraerse cerrándose uno sobre otro. Los obstáculos se multiplicaron como sus miedos: de la nada surgían rocas aguzadas, troncos resecos, osamentas, aguazales... No sin esfuerzo, pudo sortearlos a todos hasta que, finalmente, el bosque de lengas se elevó sobre el acantilado cerrándole el paso al mar y a sus pies.

Cruzó la línea del bosque sin apercibirse de ello y fue como si se deshinchara: de repente, la tensión se aflojó. Corrió esquivando ramas y saltando troncos hasta llegar a una parte densa del lengal; allí se detuvo y buscó refugio en el hueco de un árbol tumbado. Se disminuyó en medio de la maraña de raíces retorcidas y pelotones de tierra, tratando de hacerse invisible. Desde allí vigilaría al Cazador; la presa que acecha al predador es la que se salva. Poco a poco cesó el jadeo y los latidos de su corazón volvieron a la normalidad. Entonces, tomó conciencia del lugar donde se hallaba: estaba dentro del bosque prohibido. Entonces el entorno se volvió encantado: las hojas caídas dibujaron caprichosas formas sobre el suelo; un chorrillo de agua helada se derramaba, tintineando, desde una roca de grandes dimensiones poco más arriba de la posición que ocupaba al mismo tiempo que un sonido lejano, extraña mezcla de chillidos de bandurrias y chimangos, sacudía la quietud impertérrita del bosque. La escasa claridad que lograba atravesar la fronda daba al ramaje un aspecto fantasmal y Uno creyó ver al enemigo varias veces en esas formas espectrales. Si ambos, cazador y presa, habían traspuesto la frontera del bosque, ¿a quién castigarían primero los Espíritus? Uno había cruzado la línea divisoria apremiado por la urgente necesidad de no morir, pero Otro había violado el bosque movido por el desprecio a la vida y en busca de un trofeo. Kuanip, el genio gigantesco y vengador, devoraba a tales profanadores.

El tiempo pareció estirarse primero, después deformarse y, finalmente, acabó estancándose en una eternidad sin pasado ni futuro. Las sombras comenzaron a oprimirlo; un viento recio se levantó a sus espaldas; una rama de lenga crujió, se partió y golpeó el suelo estrepitosamente. ¿Y si fueran éstas la señales del descontento de los invisibles habitantes del bosque? ¿Y si el gigante Kuanip ya se hubiera despertado de su letargo y avanzara sobre los lomos del viento para impartir castigo a los intrusos? Un crujido de hojas y de ramas secas quebrándose. Tuvo miedo. La forma de un hombre se hizo visible en la distancia y, al acercarse, reconoció la imponente figura de Otro que venía justo a su encuentro. El corazón le dio un vuelco. El Cazador se detuvo y apuntó su arco a la fragilidad del escondite: la flecha se clavó en la raíz en la que Uno apoyaba la mejilla. Le siguió una segunda flecha más cercana aún que acabó enterrada en un bodoque de tierra a la altura de sus ojos. El terror lo mantuvo paralizado mientras el Cazador ajustaba el tercer disparo. Esperó el desenlace, inmóvil, en el éxtasis de las víctimas. Una ráfaga de viento huracanado hizo temblar el bosque y un árbol se derrumbó sobre el Cazador, matándolo.

Salió de su escondite y lo vio allí, tendido y reventado. La alguna vez imponente figura del Cazador se veía ahora disminuida e insignificante sobre el suelo pardo verdoso del bosque. La vista del cadáver agigantó sus temores. Dio media vuelta y buscó el camino más corto hacia la bahía. Apenas había andado un corto trecho cuando el viento cesó por completo. Ello le confirmó la presencia e intervención de los Invisibles. Apuró el paso y, cuanto más se acercaba a la playa tanto más crecía su angustia por temor a verse derribado y muerto.

Cincuenta pasos hasta el límite verde y después la playa, ¡la salvadora playa!... Treinta y cinco pasos, ni uno más ni uno menos, hasta la seguridad salvadora de la costa. Treinta... veinticinco... veinte... El corazón de Uno corría más aprisa que sus pies: le faltó el aire, las mejillas se le amorataron; diez pasos, cinco pasos... Un esfuerzo más y estaría afuera: su alma no quedaría encerrada entre la fronda, vagando en círculos hasta el fin de los tiempos. Kre, el sol, tomó su segundo nombre en lengua shelk’nam, transformándose en Heil-ken (yema de huevo), mientras se hundía en el mar. Sus moribundos rayos penetraron en las pupilas de Uno por última vez. El corazón se le detuvo, trastabilló y cayó de bruces sobre el pedregal. El clan lo encontró dos días después: Uno estaba definitivamente muerto, pero fuera del bosque... como su alma.

 

Comentarios

@LILIANABRUJI

26/01/2017



se nota un gran lector... otro gran relato... Gracias!!!